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Cine y Teatro

La impertinencia de von Trier

 

En su más reciente película, The House That Jack Built (La casa de Jack), el director Lars von Trier hace gala de su pedantería. Otra vez. Y no es de sorprender, es bien sabido que en la historia de su cine el danés suele presumir genialidad. No es para menos, de su autoría han brotado imprescindibles títulos para la historia universal del cine: Bailando en la oscuridad (2000), Dogville (2003) o Melancolía (2011). Piezas, todas, llenas de fuertes provocaciones y cuestionamientos a múltiples sistemas culturales (pero sobradas de controversias y denuncias de abusos).

Su nueva cinta no es la excepción. Sin embargo, en esta pieza, la mente abarcadora y punzante del autor termina por comerse a sí mismo sin llegar a ningún punto luminoso. Y si bien el danés suele ser ambicioso, cruel y provocador, sus argumentos y encuadres se han caracterizado por su holgada lucidez. Cosa que, por fortuna o por equilibrio, no sucede en esta película que llega a ser tan vacua como absurda (y no un retrato de lo vacuo y lo absurdo, que resultaría algo digno de retratarse).

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Matt Dillon encarna a Jack, el asesino serial protagonista.

En esta historia, se narra en cinco capítulos, diversos asesinatos realizados por el brillante y atormentado Jack. Con una actuación impecable de Matt Dillon, von Trier rescata a la estrella de los noventa con uno de los personajes más retorcidos que ha presentado el autor. Obsesivo compulsivo, solitario, amante del arte, manipulador, exigente, abusivo de pensamientos. Jack contiene todos los síntomas de un genio (quien podría ser un escandaloso autorretrato del cineasta), pero que resultan ser, coincidentemente, los mismos síntomas de un asesino serial.

Sin una estructura clara más que el aglutinamiento de los capítulos que narran asesinatos aislados, la película sirve para explorar todas las facetas del protagonista. Este desarrollo se da en diálogo con una voz de alguien mayor que hace atinadas preguntas para escudriñar en la locura de Jack. Elemento narrativo que repite von Trier posterior a Nymph()maniac, donde Stellan Skarsgård cuestiona con sutileza los matices de la adicción al sexo de Charlotte Gainsbourg. Así, en esporádicas pero profundas conversaciones, nos damos cuenta de los motivos por los que Jack asesina. Sus vacíos y miedos, sus razones y sin razones, sus referentes y sus ilusiones.

La película es una ambiciosa reflexión sobre el arte y la autoría.

En cinco capítulos recorremos los sinsabores y obsesiones de Lars von Trier. 1. Su bien sabida relación malsana con lo femenino (representado en una actuación excelsa de Uma Thurman). 2. Su intolerancia exterminadora a la estupidez. 3. Su incapacidad de crear lazos familiares. 4. Su aversión a la simpleza. Y en un último y desafortunado capítulo, su relación con él mismo (que quizá pudo hacer de la película algo memorable si no hubiera ganado la insoportable soberbia del autor).

Si bien la premisa puede resultar interesante, la película se convierte en un camino sin sentido cuya expansión es tal que acabas por comprender (o siquiera apreciar) absolutamente nada. Y esto no solamente es cansado (como nos puede tener acostumbrado von Trier), sino que resulta risible y abrumador. El cansancio e intensidad con la que el director suele conmover a los espectadores, en esta cinta se difumina entre tanta y tan absurda reflexión. Parece, en una y otra escena, que lo único que hace es un ensayo de justificación de la historia de la dominación (o, bien, un nuevo cuento de la Historia universal de la infamia).

Si nos detuviéramos unos instantes a releer las profundas líneas discursivas que enmarcan los diálogos (a manera de ensayo filosófico o estético), podríamos concluir que es una pieza reflexiva sobre el arte y los motivos detrás de éste. La oda que hace a la arquitectura y su afán diferenciador de ésta con la ingeniería es suficiente para darnos cuenta que von Trier trata de explicarse (y de paso explicarnos) qué sí es arte y qué no. Qué sí es icónico y qué no.

Habla desde un capricho que simula infantilidad y putrefacción. La del hombre blanco occidental dueño de la verdad y la belleza. Una discusión por más superada y arcaica. La voz de von Trier, en 2018, resulta ser un reflejo de cómo los discursos desde la genialidad dejan de ser pertinentes si no son políticos. Un declive anunciado.

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